Gracias a las bienvenidas vacaciones, ya sin trabajo más que el de tender mi cama, ya sin tarea más que la de disfrutar del sinquehacer y el paroxismo, repaso la fantasiosa lista mental de propósitos de año nuevo y decido cumplir dos de ellos: leer un libro y decir que leí un libro. El elegido fue El lobo estepario de Hermann Hesse.
El autor, de nacionalidad alemana, nació en 1877, vivió las dos guerras, su postura en contra de lo bélico se verá muy marcada en sus escritos, pero ésta vendrá también acompañada por un contrastante y paradójico nacionalismo y sentido del deber. En la Primera Guerra fue declarado inútil para combatir y asignado a asistir a los prisioneros. Experimentó algunas crisis existenciales y atentó contra su vida, por lo cual fue psicoanalizado por Carl Jung (quien fue un personaje importante en el campo del psicoanálisis, compañero de Sigmund Freud y dedicado al análisis de la actividad onírica), fue después de esto que escribió el famoso Demian (1919) bajo el pseudónimo de Emil Sinclair (nombre del protagónico de la novela). Otras de sus obras son Bajo la rueda (1908), Siddharta (1922) y El juego de los abalorios (1943). En 1946 obtuvo el premio Nobel por su trayectoria literaria. Murió a los 85 años de una hemorragia cerebral.

El autor refleja en gran parte de la novela su enfrentamiento con el mundo que le tocó vivir, la Alemania de la post guerra. Para finalizar oficialmente la Primera Guerra Mundial, Alemania debió firmar el Tratado de Versalles en el cual aceptaba toda la responsabilidad moral y material de haber causado la guerra. Además, tuvo que realizar importantes concesiones territoriales a los vencedores, desarmarse y pagar enormes indemnizaciones económicas a los Estados victoriosos. El país se sumerge en un período crítico: inflación, desempleo, miseria y enfrentamientos sociales, los cuales sembraron un sentimiento bastante nacionalista en pos de recuperar aquello de lo que se vieron humillantemente privados. Esta conciencia nacionalista se traduce en una búsqueda de la identidad alemana en todos los hijos de esta patria.
Mientras la historia avanza, Harry Haller se obsesiona con la entrada al Teatro Mágico. Cuando finalmente le es concedida la entrada, el estilo de escritura da un giro de lo romántico y verosímil a lo completamente onírico, pero al lector se le viene advirtiendo en los nombres de los capítulos, “No para cualquiera” y “Sólo para locos”, esta última frase también aparece como eslogan del Teatro Mágico. Imagino la entrada de Harry al teatro como si el personaje de la pintura de Friedrich hubiera dado un salto a la mágica incertidumbre que se ofrece detrás del telón y cayera en un cuadro de Salvador Dalí, luego apareciera en el Grand Theft Auto, luego se colocara entre espejos y demás situaciones en las que se ve envuelto el antihéroe para descubrirse a sí mismo.
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