He perdido la memoria, y con ella todo lo demás. Lo único que a veces lamento es no haber perdido -del todo- el oído.
El mundo presenta: al camión destartalado, el baterista impertinente, el celular con tonos cumbiancheros que debía estar en vibrador, el tráfico, el perro, la televisión, las tres niñas con pandero, la taza que se rompe, el señor que vende periódicos, el regaño consuetudinario, el consejo no pedido y como artista invitado: el pensamiento en voz alta que nunca es tan comprensible para quien se encuentre cerca por acaso, pero sí audible para saber que existe. El mismo comercial de la radio y en diferentes estaciones, el ventilador viejo a su máxima potencia, el martilleo imaginario, el que mastica con la boca abierta, el bebé que llora, las señoras que platican y se ríen estruendosamente, todos están presentes. Y de repente se detiene el carrusel de invitados para dar paso a la risa amable del señor en bata blanca mientras receta unas pastillas que debo tomar por los próximos seis meses, después debo volver para examinar el progreso. Mi madre se apresura a guardar el papel en esa bolsa tan grande que siempre trae donde bien podrían caber dos platillos o un par de baquetas.
FIN
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