29.01.10
Anoche empecé a estudiar el libro de Solfeo I de la maestra polaca de mi hermano. Debes saber que a duras penas puedo leer bien en clave de Sol, imagínate cómo me va en la clave de Fa (¡¿sabías que existe una tal clave de Do?!) Me sentía como mongolita: re, la, do, sol | mi, fa, re, ti | con el metrónomo a sesenta. Me la pasaba haciéndole preguntas a mi hermano ad fastidium, hasta que formalizó su inconformidad de la siguiente manera: “Voy a tener que ponerme a estudiar diario contigo” y manifestó una ofensa fraternal diciéndome: “No tienes inteligencia espacial”, la cual culminó con una firme ejecución de sape justo en mi frente.
Había aceptado mi derrota en la música cuando no quedé en la facultad, refugiándome en el indie, el metal y el Camel azul; pero se me presenta una nueva oportunidad de aprender clandestinamente. Esto no es más que un intento –podría bien llamársele necedad– de poseer otro lenguaje para poder expresar lo inefable con acordes, colores, melismas y vibratos. Sin embargo, dotada de la oralidad efímera, esta búsqueda está condenada al fracaso, pues después de haberles dado vida, de proliferar las palabras, estas reverberarán en el escenario tan sólo unos instantes para morir en el olvido. Tal vez tú, mejor que yo, lo sabes.
Disculpa, he debrayado una vez más. A la velocidad de sesenta realicé mis solfeos mejor de lo que creí. Mañana retomaré mis ejercicios subiéndole la velocidad esperando realizar a tempo mi cometido.